Eva se levantó tras el segundo timbrazo del despertador, como todas las mañanas desde que comenzó a trabajar en el banco. Se metió en la ducha y, divertida, usó por primera vez aquel gorro tan gracioso que le había traído Elena del viaje que hizo a París el año pasado. Decidió que desayunaría en el bar que hay junto a la sucursal, y se quedó un rato más bajo el chorro de agua caliente. Salió a la calle y fue protegiéndose en los portales y toldos, la puñetera lluvia no había dejado de caer en toda la semana y ya estaba empezando a resultar incómoda. “Qué suerte tuve al encontrar el piso tan cerca del curro”, se dijo al cruzar por el segundo y último paso de cebra, antes de pasar por la puerta de seguridad de la sucursal. La mañana, como siempre que llovía, se antojaba tranquila y el jefe, tras echarle ese repaso desde las tetas hasta las rodillas que tanto le molestaba pero al que no había tenido más remedio que acostumbrarse, le dejó salir a tomar su café con cruasán como si le estuviera haciendo un favor. La jornada fue larga, y Eva se acordó –otra vez– de la familia de todos los miembros del sindicato que firmaron las horas extras en turno de tarde, ya que hoy le tocaba doblar jornada. El diluvio del mediodía le obligó a llamar al japonés de la esquina para que le trajeran algo de comer, y ni siquiera pudo salir al parquecito de la esquina a disfrutar del sushi como se merecía. Se pasó la tarde haciendo papeleo atrasado, ya que por la puerta no entró ni un solo cliente. “¿A quién se le ocurre poner horario de tarde en invierno, si no viene ni Dios?”, le dijo Julián, que cumplía un peculiar castigo por pifiarla con unos fondos mal estructurados y hacía todas las tardes del mes. Cuando dieron las ocho, los dos salieron a toda velocidad en direcciones diferentes, y Eva sintió que su compañero se le quedaba mirando cuando se despidieron, pero no tuvo fuerzas para comprobarlo; Julián le caía muy bien y estaba segura que en la última cena de empresa el chaval pretendía algo más que charlar con ella. Una vez en casa, hurgó en la nevera y localizó la crema de garbanzos que había comprado el sábado en el libanés, y puso unas rebanadas de pan en la tostadora. Fue al baño y se miró al espejo; no lo había pensado en todo el día, pero no acababa de acostumbrarse a la imagen que se reflejaba, con esa melena negra y corta que ocupaba el lugar de la espectacular cola de caballo rubia que la había acompañado desde la adolescencia y que tantas braguetas había hecho explotar. En fin, se dijo, la quimioterapia tiene estos inconvenientes. Durante unos momentos pensó en lo que deberían haber imaginado en el banco y en el bar al verla llegar con un aspecto tan distinto al de ayer, al de los últimos cinco años, pero dejó que la idea desapareciera al escuchar el aviso de las tostadas en la cocina. También cogió un bote de helado de vainilla con nueces de macadamia y se tumbó en el sofá, el resumen de la quinta temporada de Perdidos estaba a punto de comenzar y no quería perderse ni un segundo del estreno.