sábado, marzo 25, 2006
Primer playazo valenciano
Hace un rato estaba ahí, en esas dunas, tomando el sol, disfrutando de los 27 grados y el viento que, aunque intenso, no llegaba a molestar. Es el primero de muchos días que voy a pasar tostándome junto a nuestro mar. Una hora o tal vez un par, no más, que las cosas poco a poco saben mejor. Que hacerlas de golpe sientan fatal.
jueves, marzo 23, 2006
Relaciones íntimas
Sólo es un muestra de las cosas que se pueden hacer en la playa de Almería... con los pies. Si quieres ver todas las fotos que hicimos durante el fin de semana (bueno, todas no, sólo las que he hecho públicas y no están en el post anterior), puntea sobre la imagen y podrás verlas.
Almería, marzo de 2006
Las dos primeras noches de Fallas han sido, por suerte, las más tranquilas y las dos últimas en las que he estado en Valencia hasta que ha pasado el mogollón. Porque visto lo visto en la puerta de casa de Santi a las tres de mañana, entre el día 17 y 18, lo mejor que me podía pasar era tener una reserva en un hotel fuera, lejos de la ciudad, de cara al fin de semana.
En poco más de tres horas de coche estamos allí. Mojácar, el pueblo, en la cima de la montaña, a la vera del Mediterráneo pero cuya plaza principal de al interior, comiendo unos pescaditos fritos y unos calamares; poco más te dan cuando son casi las cinco de la tarde. La lluvia, discreta e inconstante, nos ha acompañado durante todo el trayecto, alrededor de cuatro horas de autovía.
¿Para qué ir tan lejos? Bueno, el sitio da igual, lo importante era irse. Y en el sur es más probable encontrar ratos de sol pata tumbarse en la playa y aprovechar que no hay nada que hacer para... pues eso, no hacer nada.
Y de todos los hoteles que aceptaban el bono, era el que mejor pinta tenía, todo hay que decirlo.
El caso es que en la costa almeriense el tiempo no ha sido muy distinto al que seguimos disfrutando por aquí estos días. A ratos parece que la primavera quiere irrumpir a empujones por entre las nubes, pero los rayos del amigo Lorenzo llegan escasos, aunque, eso sí, cálidos.
Tenemos una habitación grande, con dos camas enormes en un hotel estratégicamente ubicado para recorrer la costa. Aunque calculo que habremos estado más horas en el coche que en la habitación, despiertos. Otra cosa habría sido una tontería, la verdad.
Las playas almerienses son un poco distintas a lo que estoy acostumbrado. Muy solitarias, ciertamente, y no sólo porque sea marzo (aquí los ingleses son legión, mayoría casi podría decirse), sino porque están alejadas de las rutas más transitadas. Vale, bien, bueno, la de Mojácar es muy turística, y si subes un poco más, hasta Garrucha y Vera, hay centenares de complejos de apartamentos, resorts, clubes de golf, pareados, chalets... todo muy nuevo y muy amontonado. Eso sí, los edificios no suelen tener más de cuatro plantas; los que están junto al mar, digo. Eeeemm, sí, sobre las playas; piedras, muchas piedras, que hacen daño en los pies. ¡Ay!
Lo más bonito está hacia el sur, evidentemente. Una vez entras en el Parque Natural del Cabo de Gata, disfrutas del paisaje natural las más de las veces, unas curiosas montañas cuya vegetación es exigua y, desde lejos, parecen más peladas de lo que en realidad están; dice Eva que en verano está todo mucho más de color tierra, cobrizo (estuvo el verano pasado), se ve que las lluvias invernales le han sentado bien a la zona; descubres calas a bastantes kilómetros de la carretera asfaltada más cercana en las que un solitario chalet te da una envidia terrible, claro está, siempre que tenga antena parabólica y conexión de banda ancha a internet; es mucho más divertido, como casi siempre, circular por las carreteras secundarias y meterse por caminos que no sabes hasta dónde llegan, ya que es probable que te encuentres al final un lugar que si bien no es virgen, al menos resulta tranquilo y apacible.
Circulamos despacio y caminamos al paso por las calles, casi vacías, de los pueblos blancos, con las ventanas azules ("parecen Grecia", dice petate) y escuchamos ese acento dejao que tienen los indígenas. Aquí también son multitud los foráneos, pero en este caso son de otra clase; de los que vienen a trabajar, no de los que vienen a pasar el fin de semana con su bolsa de palos gracias a un billete de avión de 15 euros, que desde Valencia no hay manera de coger. Pasamos frío (se nota en las fotos, por eso llevo las manos todo el rato en los bolsillos) porque salimos a media mañana del hotel y hace sol, casi calor, pero cuando desaparece tras las montañas o las nubes de la tarde el viento azota y los pelos se ponen de punta (vale, bien, los de la cabeza me los tengo que cortar, que son pocos pero están desparramados y desproporcionadamente largos).
Dormimos, no está permitido madrugar en este fin de semana largo; nos ponemos como focas gracias al extenso bufete del inmenso restaurante y a la enorme fuente de pescado frito que nos sacan en un restaurante de algún puerto. No he tomado nota de los nombres de los sitios donde hemos estado, cabeza la mía.
Y regresamos, al fin.
En poco más de tres horas de coche estamos allí. Mojácar, el pueblo, en la cima de la montaña, a la vera del Mediterráneo pero cuya plaza principal de al interior, comiendo unos pescaditos fritos y unos calamares; poco más te dan cuando son casi las cinco de la tarde. La lluvia, discreta e inconstante, nos ha acompañado durante todo el trayecto, alrededor de cuatro horas de autovía.
¿Para qué ir tan lejos? Bueno, el sitio da igual, lo importante era irse. Y en el sur es más probable encontrar ratos de sol pata tumbarse en la playa y aprovechar que no hay nada que hacer para... pues eso, no hacer nada.
Y de todos los hoteles que aceptaban el bono, era el que mejor pinta tenía, todo hay que decirlo.
El caso es que en la costa almeriense el tiempo no ha sido muy distinto al que seguimos disfrutando por aquí estos días. A ratos parece que la primavera quiere irrumpir a empujones por entre las nubes, pero los rayos del amigo Lorenzo llegan escasos, aunque, eso sí, cálidos.
Tenemos una habitación grande, con dos camas enormes en un hotel estratégicamente ubicado para recorrer la costa. Aunque calculo que habremos estado más horas en el coche que en la habitación, despiertos. Otra cosa habría sido una tontería, la verdad.
Las playas almerienses son un poco distintas a lo que estoy acostumbrado. Muy solitarias, ciertamente, y no sólo porque sea marzo (aquí los ingleses son legión, mayoría casi podría decirse), sino porque están alejadas de las rutas más transitadas. Vale, bien, bueno, la de Mojácar es muy turística, y si subes un poco más, hasta Garrucha y Vera, hay centenares de complejos de apartamentos, resorts, clubes de golf, pareados, chalets... todo muy nuevo y muy amontonado. Eso sí, los edificios no suelen tener más de cuatro plantas; los que están junto al mar, digo. Eeeemm, sí, sobre las playas; piedras, muchas piedras, que hacen daño en los pies. ¡Ay!
Lo más bonito está hacia el sur, evidentemente. Una vez entras en el Parque Natural del Cabo de Gata, disfrutas del paisaje natural las más de las veces, unas curiosas montañas cuya vegetación es exigua y, desde lejos, parecen más peladas de lo que en realidad están; dice Eva que en verano está todo mucho más de color tierra, cobrizo (estuvo el verano pasado), se ve que las lluvias invernales le han sentado bien a la zona; descubres calas a bastantes kilómetros de la carretera asfaltada más cercana en las que un solitario chalet te da una envidia terrible, claro está, siempre que tenga antena parabólica y conexión de banda ancha a internet; es mucho más divertido, como casi siempre, circular por las carreteras secundarias y meterse por caminos que no sabes hasta dónde llegan, ya que es probable que te encuentres al final un lugar que si bien no es virgen, al menos resulta tranquilo y apacible.
Circulamos despacio y caminamos al paso por las calles, casi vacías, de los pueblos blancos, con las ventanas azules ("parecen Grecia", dice petate) y escuchamos ese acento dejao que tienen los indígenas. Aquí también son multitud los foráneos, pero en este caso son de otra clase; de los que vienen a trabajar, no de los que vienen a pasar el fin de semana con su bolsa de palos gracias a un billete de avión de 15 euros, que desde Valencia no hay manera de coger. Pasamos frío (se nota en las fotos, por eso llevo las manos todo el rato en los bolsillos) porque salimos a media mañana del hotel y hace sol, casi calor, pero cuando desaparece tras las montañas o las nubes de la tarde el viento azota y los pelos se ponen de punta (vale, bien, los de la cabeza me los tengo que cortar, que son pocos pero están desparramados y desproporcionadamente largos).
Dormimos, no está permitido madrugar en este fin de semana largo; nos ponemos como focas gracias al extenso bufete del inmenso restaurante y a la enorme fuente de pescado frito que nos sacan en un restaurante de algún puerto. No he tomado nota de los nombres de los sitios donde hemos estado, cabeza la mía.
Y regresamos, al fin.
viernes, marzo 17, 2006
Lejos
Hay todo un mundo más allá de esta isla.
Lejos, tal vez.
Lo único que hay que hacer es nadar.
Recuerda que te quiero.
Lejos, tal vez.
Lo único que hay que hacer es nadar.
Recuerda que te quiero.
viernes, marzo 10, 2006
El castillo ambulante
El castillo ambulante es una película para niños. Pero también lo es para mayores que tengan ganas de pasarse casi dos horas con una sonrisa incrustada en la cara, disfrutando de una hermosa historia mágica en la que lo único malvado es la guerra, el concepto y la realidad de la misma.
Mantener el interés durante tanto tiempo de un niño, que al fin y al cabo es el destinatario principal de la historia, no es tarea fácil. Los artistas del Estudio Ghibli, encabezados de nuevo por del gran Hayao Miyazaki, han mezclado sabiamente otra vez la animación tradicional con la generada por ordenador, para acercarnos a un país fantástico, un reino que recuerda en algunas cosas la sociedad europea de finales del siglo XIX, pero con artilugios voladores, magos y mucha, mucha imaginación.
La película adapta una novela de Diana Wynne Jones que ya había sido llevada al formato audiovisual en una serie de dibujos en Inglaterra. Pero aquí se junta lo mejor de la fantasía a lo europeo (con la creación de esa distopía tecnológica con gusto victoriano de calles adoquinadas y máquinas de vapor) con la magia japonesa, los encantamientos y las transformaciones provocadas por un maleficio, algo a lo que el bueno de Miyazaki nos tiene acostumbrados.
Deseoso estoy ya por ver la nueva obra de este equipo de producción, la adaptación de Los libros de terramar, de Ursula K. Leguin, que se estrenará en julio de este año en Japón. Aunque, a la velocidad que van, antes de que llegue a España me da tiempo a aprender japonés y comprarme el DVD en versión original para disfrutarla.
Mantener el interés durante tanto tiempo de un niño, que al fin y al cabo es el destinatario principal de la historia, no es tarea fácil. Los artistas del Estudio Ghibli, encabezados de nuevo por del gran Hayao Miyazaki, han mezclado sabiamente otra vez la animación tradicional con la generada por ordenador, para acercarnos a un país fantástico, un reino que recuerda en algunas cosas la sociedad europea de finales del siglo XIX, pero con artilugios voladores, magos y mucha, mucha imaginación.
La película adapta una novela de Diana Wynne Jones que ya había sido llevada al formato audiovisual en una serie de dibujos en Inglaterra. Pero aquí se junta lo mejor de la fantasía a lo europeo (con la creación de esa distopía tecnológica con gusto victoriano de calles adoquinadas y máquinas de vapor) con la magia japonesa, los encantamientos y las transformaciones provocadas por un maleficio, algo a lo que el bueno de Miyazaki nos tiene acostumbrados.
Deseoso estoy ya por ver la nueva obra de este equipo de producción, la adaptación de Los libros de terramar, de Ursula K. Leguin, que se estrenará en julio de este año en Japón. Aunque, a la velocidad que van, antes de que llegue a España me da tiempo a aprender japonés y comprarme el DVD en versión original para disfrutarla.
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