El castillo ambulante es una película para niños. Pero también lo es para mayores que tengan ganas de pasarse casi dos horas con una sonrisa incrustada en la cara, disfrutando de una hermosa historia mágica en la que lo único malvado es la guerra, el concepto y la realidad de la misma.
Mantener el interés durante tanto tiempo de un niño, que al fin y al cabo es el destinatario principal de la historia, no es tarea fácil. Los artistas del Estudio Ghibli, encabezados de nuevo por del gran Hayao Miyazaki, han mezclado sabiamente otra vez la animación tradicional con la generada por ordenador, para acercarnos a un país fantástico, un reino que recuerda en algunas cosas la sociedad europea de finales del siglo XIX, pero con artilugios voladores, magos y mucha, mucha imaginación.
La película adapta una novela de Diana Wynne Jones que ya había sido llevada al formato audiovisual en una serie de dibujos en Inglaterra. Pero aquí se junta lo mejor de la fantasía a lo europeo (con la creación de esa distopía tecnológica con gusto victoriano de calles adoquinadas y máquinas de vapor) con la magia japonesa, los encantamientos y las transformaciones provocadas por un maleficio, algo a lo que el bueno de Miyazaki nos tiene acostumbrados.
Deseoso estoy ya por ver la nueva obra de este equipo de producción, la adaptación de Los libros de terramar, de Ursula K. Leguin, que se estrenará en julio de este año en Japón. Aunque, a la velocidad que van, antes de que llegue a España me da tiempo a aprender japonés y comprarme el DVD en versión original para disfrutarla.
Mantener el interés durante tanto tiempo de un niño, que al fin y al cabo es el destinatario principal de la historia, no es tarea fácil. Los artistas del Estudio Ghibli, encabezados de nuevo por del gran Hayao Miyazaki, han mezclado sabiamente otra vez la animación tradicional con la generada por ordenador, para acercarnos a un país fantástico, un reino que recuerda en algunas cosas la sociedad europea de finales del siglo XIX, pero con artilugios voladores, magos y mucha, mucha imaginación.
La película adapta una novela de Diana Wynne Jones que ya había sido llevada al formato audiovisual en una serie de dibujos en Inglaterra. Pero aquí se junta lo mejor de la fantasía a lo europeo (con la creación de esa distopía tecnológica con gusto victoriano de calles adoquinadas y máquinas de vapor) con la magia japonesa, los encantamientos y las transformaciones provocadas por un maleficio, algo a lo que el bueno de Miyazaki nos tiene acostumbrados.
Deseoso estoy ya por ver la nueva obra de este equipo de producción, la adaptación de Los libros de terramar, de Ursula K. Leguin, que se estrenará en julio de este año en Japón. Aunque, a la velocidad que van, antes de que llegue a España me da tiempo a aprender japonés y comprarme el DVD en versión original para disfrutarla.
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