jueves, marzo 23, 2006

Almería, marzo de 2006

Las dos primeras noches de Fallas han sido, por suerte, las más tranquilas y las dos últimas en las que he estado en Valencia hasta que ha pasado el mogollón. Porque visto lo visto en la puerta de casa de Santi a las tres de mañana, entre el día 17 y 18, lo mejor que me podía pasar era tener una reserva en un hotel fuera, lejos de la ciudad, de cara al fin de semana.

En poco más de tres horas de coche estamos allí. Mojácar, el pueblo, en la cima de la montaña, a la vera del Mediterráneo pero cuya plaza principal de al interior, comiendo unos pescaditos fritos y unos calamares; poco más te dan cuando son casi las cinco de la tarde. La lluvia, discreta e inconstante, nos ha acompañado durante todo el trayecto, alrededor de cuatro horas de autovía.

¿Para qué ir tan lejos? Bueno, el sitio da igual, lo importante era irse. Y en el sur es más probable encontrar ratos de sol pata tumbarse en la playa y aprovechar que no hay nada que hacer para... pues eso, no hacer nada.

Y de todos los hoteles que aceptaban el bono, era el que mejor pinta tenía, todo hay que decirlo.

El caso es que en la costa almeriense el tiempo no ha sido muy distinto al que seguimos disfrutando por aquí estos días. A ratos parece que la primavera quiere irrumpir a empujones por entre las nubes, pero los rayos del amigo Lorenzo llegan escasos, aunque, eso sí, cálidos.

Tenemos una habitación grande, con dos camas enormes en un hotel estratégicamente ubicado para recorrer la costa. Aunque calculo que habremos estado más horas en el coche que en la habitación, despiertos. Otra cosa habría sido una tontería, la verdad.

Las playas almerienses son un poco distintas a lo que estoy acostumbrado. Muy solitarias, ciertamente, y no sólo porque sea marzo (aquí los ingleses son legión, mayoría casi podría decirse), sino porque están alejadas de las rutas más transitadas. Vale, bien, bueno, la de Mojácar es muy turística, y si subes un poco más, hasta Garrucha y Vera, hay centenares de complejos de apartamentos, resorts, clubes de golf, pareados, chalets... todo muy nuevo y muy amontonado. Eso sí, los edificios no suelen tener más de cuatro plantas; los que están junto al mar, digo. Eeeemm, sí, sobre las playas; piedras, muchas piedras, que hacen daño en los pies. ¡Ay!

Lo más bonito está hacia el sur, evidentemente. Una vez entras en el Parque Natural del Cabo de Gata, disfrutas del paisaje natural las más de las veces, unas curiosas montañas cuya vegetación es exigua y, desde lejos, parecen más peladas de lo que en realidad están; dice Eva que en verano está todo mucho más de color tierra, cobrizo (estuvo el verano pasado), se ve que las lluvias invernales le han sentado bien a la zona; descubres calas a bastantes kilómetros de la carretera asfaltada más cercana en las que un solitario chalet te da una envidia terrible, claro está, siempre que tenga antena parabólica y conexión de banda ancha a internet; es mucho más divertido, como casi siempre, circular por las carreteras secundarias y meterse por caminos que no sabes hasta dónde llegan, ya que es probable que te encuentres al final un lugar que si bien no es virgen, al menos resulta tranquilo y apacible.

Circulamos despacio y caminamos al paso por las calles, casi vacías, de los pueblos blancos, con las ventanas azules ("parecen Grecia", dice petate) y escuchamos ese acento dejao que tienen los indígenas. Aquí también son multitud los foráneos, pero en este caso son de otra clase; de los que vienen a trabajar, no de los que vienen a pasar el fin de semana con su bolsa de palos gracias a un billete de avión de 15 euros, que desde Valencia no hay manera de coger. Pasamos frío (se nota en las fotos, por eso llevo las manos todo el rato en los bolsillos) porque salimos a media mañana del hotel y hace sol, casi calor, pero cuando desaparece tras las montañas o las nubes de la tarde el viento azota y los pelos se ponen de punta (vale, bien, los de la cabeza me los tengo que cortar, que son pocos pero están desparramados y desproporcionadamente largos).

Dormimos, no está permitido madrugar en este fin de semana largo; nos ponemos como focas gracias al extenso bufete del inmenso restaurante y a la enorme fuente de pescado frito que nos sacan en un restaurante de algún puerto. No he tomado nota de los nombres de los sitios donde hemos estado, cabeza la mía.

Y regresamos, al fin.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Por azahar y de rebote (Triatleta mediante) aterrizo en tu blog spot. No hace falta descubrirme pero yo sí que me descubro ante vuestras andanzas ¡vive Dios! y así me las contais...

Por aquí llegó la primavera trompetera y lo celebramos como corresponde, con los garrapateros de los Jereles. ¡Qué niños más divertidos!. Y los divertículos festeros, esquivando masclets y borratxos, nos condujeron a la nit del foc más surrealista (exigiría un blog aparte) y a una cremá de regreso, hastiado de mogollones, empujones y bullas varias.
Semana laboral activa (hacía un mes y medio). Ya sólo falta el fútin. Os convoco en El Saler (kedada deportivo-patatera) para sudar y gozar, por partes iguales

Kapil

Anónimo dijo...

Ante tal estampa solo se me ocurre una palabra: ¡Guarra!