Así que a la faena, que copiar es gratis y citar es obligatorio.
Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte
Viejos maestros de la vida
Antes –supongo que ahora es lo mismo, pero menos– debíamos mucho a los viejos zorros de colmillo retorcido y rabo pelado. Llegabas de pringadillo a un sitio u otro, en tus primeras experiencias profesionales, y siempre había alguien de ese oficio o de cualquier otro, un tipo generoso atrincherado aquí o allá, lleno de resabios y lucidez, que te ayudaba a dar los primeros pasos por el campo minado sin otro motivo que tu juventud, tu inexperiencia, tu entusiasmo. Sin nada que ganar en ello por su parte; sólo porque le caías bien o veía en ti, quizá, el reflejo de lo que él un día fue, o de lo que tal vez nunca pudo ser, y tú, más dotado o con mejor suerte, tal vez un día fueras. Como si tu supervivencia futura, tu posible éxito, fuesen también, en cierto modo, los suyos.
Siempre fui afortunado en ese aspecto. En mi juventud, cada vez que dejé la mochila en una silla y dije «buenos días» tuve el inmenso privilegio de encontrar cerca a un veterano que, guasón al principio, con ese tono que sólo confieren el tiempo, la experiencia y las cicatrices, me dijo «arrímate aquí, espabila los oídos y abre bien los ojos». En esos primeros tiempos caminando de un lado a otro, siempre se me dio bien encontrar capitanes Haddock que me llamaran grumetillo; tal vez porque mis ganas de aprender eran sinceras, el respeto no era fingido, y supe pronto que un recluta bisoño y en territorio enemigo, dispuesto a preguntar lo que no sabe, supera en probabilidades de sobrevivir al idiota que, para disimular la ignorancia que arrastra todo novicio por listo que sea o crea ser, se adorna con lo que no tiene, desconociendo lo mucho que puede aprenderse con una sonrisa, una pregunta adecuada seguida de un silencio humilde, una caña de cerveza o un vaso de vino pagados en el momento y lugar oportunos. Obligándote luego, para compensar todo eso, a la insoslayable contrapartida: lealtad y agradecimiento.
No he olvidado a ninguno, aunque la vida nos llevase luego de acá para allá, alejara a unos y liquidase a otros. En los puertos mediterráneos, en las hoy desaparecidas tertulias del café Gijón, en la redacción del viejo diario Pueblo, en los hoteles de Beirut, Argel, El Cairo, Nairobi o Managua, en los bares de oficiales de Villa Cisneros, Smara o El Aaiún, tuve siempre la suerte inmensa de que un veterano de algo, de la literatura, del periodismo, de la delincuencia, del mar, de la guerra, de la vida, me proporcionase –a veces sin pretenderlo– información privilegiada y mecanismos eficaces de aprendizaje y supervivencia: Vicente Talon, Chema Pérez Castro, Manolo Cruz, Fernando Labajos, Aglae Masini, el Piloto, mamá Farjallah y tantos otros son sólo algunos nombres de una lista extensa, imposible de resumir aquí. No he olvidado a ninguno; y cada vez que algo sale bien, que escribo un artículo o un libro más o menos afortunado, que llego a puerto sin problemas, que una experiencia o un recuerdo me sirven para interpretar, para asumir, para comprender el mundo en el que vivo y en el que un día moriré, sonrío en mis adentros, agradecido a aquellos con quienes contraje la deuda.
Entre los muchos maestros de quienes aprendí el oficio de reportero, el más antiguo vive todavía: se llama Pepe Monerri. Hoy es un abuelete jubilado, hecho polvo y en dique seco, y no quiero que cierre la última edición, cuando le toque, sin que sepa cómo lo recuerdo, treinta y nueve años después de aquella tarde en que, a la salida del colegio, acudí como siempre a la delegación del diario La Verdad en Cartagena para hacerle compañía y aprender los rudimentos del oficio. Pepe Monerri, un clásico de las redacciones locales en los diarios de provincias de entonces, escéptico, vivo, humano, desenvuelto, endiabladamente listo, me encargó que entrevistase –era la primera entrevista de mi vida– al alcalde de la ciudad, sobre un asunto de restos arqueológicos destruidos. Y cuando, abrumado por la responsabilidad, respondí que entrevistar a un político quizá era demasiado para un novato de dieciséis años, y que tenía miedo de meter la pata haciéndolo mal, el veterano me miró despacio y con mucha fijeza, se echó hacia atrás en el respaldo de la silla, al otro lado de la mesa llena de máquinas de escribir, maquetas, fotos y papeles, encendió uno de esos pitillos imprescindibles que antes fumaban los viejos periodistas, y dijo algo que no he olvidado nunca: «¿Miedo?... Mira, zagal. Cuando lleves un bloc y un bolígrafo en la mano, quien debe tenerte miedo es el alcalde a ti».
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