Es noticia que Bertrand Tavernier estrene una película. No lo es tanto que tenga que pasar casi un año desde su estreno en Francia para poder disfrutarla en las pantallas españolas. En cualquier caso, es un placer.
La pequeña Lola, que así se ha titulado en español, cuenta la historia de una adopción, la de una pareja que no puede concebir y decide viajar a Camboya a intentar hacer su sueño realidad. Pero sobre todo cuenta el infierno por el que tienen que transitar Pierre y Géraldine, que como ya explicó Dante, tiene varios niveles: la lluvia de la época de los monzones, la burocracia interminable, la superioridad burguesa de los franceses en el sur de Asia, las mafias que se aprovechan de las circunstancias, los ricos americanos y la desesperación, la impotencia.
Durante más de la mitad de la película, el director se dedica a desmenuzarnos las terribles condiciones de vida de los camboyanos y lo poco que pintan los franceses que viajan a ese país, tras haber completado una compleja maraña de papeleo ministerial europeo, en busca de un hijo que la naturaleza les escamotea. Como dice un indígena, la gente en Camboya sonríe por fuera pero lleva todo el dolor por dentro. No puede ser de otra manera cuando su vida es tan miserable como se muestra, circunstancia que se ve amplificada por el señoritismo de los franceses, en su hotel para extranjeros y su prepotencia, creyéndose merecedores de más atención que los demás pero quejándose de los americanos, que van en busca de los mismos niños, pero con mucho más dinero en el bolsillo.
Un país que tiene el corazón y el alma tan destrozados como sus piernas, consecuencia de los millones de minas anti-persona que todavía hay enterradas en los campos y que alargan la matanza, pero sobre todo la tristeza, que dejó entre los camboyanos el periodo de gobierno de los jemeres rojos. Hay un monólogo de un personaje, que sólo aparece para decirlo, en el que se retrata ese cruento episodio de la historia del país de una manera que provocará escalofríos incluso en las personas menos emotivas.
Deambular por Phnom-Penh, de oficina en oficina para que firmen papeles o te manden a otro lugar, permite que Tavernier nos enseñe las calles de una ciudad de casi dos millones de habitantes con calles sin asfaltar y con niños jugando al fútbol bajo la lluvia constante. Recorrer sus mercados y hablar con sus gentes, hurgar en todos los orfelinatos en busca de un recién nacido sin colocar, viajar al más profundo sur del país ("mira, aquello de allí es Vietnam"), hace que la actitud de los protagonistas cambie y, con ello, se dé paso a una segunda parte en la que ya no se usan los caros taxis, se aprende el idioma, se asiste a las fiestas tradicionales; en fin, se pierde el orgullo y se intenta sobrevivir a la tragedia que supone no encontrar al hijo deseado.
Los sentimientos de Pierre y los de Géraldine quedan reflejados, de manera circunstancial, en una grabación en cinta que van haciendo alternativamente, dedicada a ese hijo que tal vez se lleven de vuelta a casa, frente a las montañas nevadas, donde la abuela lo tiene ya todo preparado. Sus dudas, sus miedos, las peleas entre ellos provocadas por la extenuación y la falta de respuestas...
Hasta que aparece, milagrosamente, Holy Lola. Una niña de nombre impronunciable y que, por tradición, recibe el del orfelinato en el que es recogida. Ya llevamos más de la mitad de la película y la luz, la alegría, la esperanza llega, al fin, a las vidas de la joven pareja. Tal vez demasiada, porque el proceso de adopción es una verdadera carrera de obstáculo administrativos que se consiguen sortear con paciencia, dinero, chantajes y, en ocasiones, suerte; cuando el billete de vuelta está cerrado y el tiempo se acaba.
Puesto que, en definitiva, La pequeña Lola es la historia de una adopción, la película debe girar en torno a la niña, como lo hacen los sentimientos de los futuros padres y cuya felicidad explota en las calles de tráfico infernal. Lo hace en su parte final, la niña es el centro de las miradas y la atención de los protagonistas.
Para acabar, ya en el aeropuerto (donde empezó más de dos horas antes el relato), una mirada fuera de campo, a ese país en el que han pasado unas semanas interminables y al que prometen volver en busca de los verdaderos padres de la pequeña Lola.
La pequeña Lola, que así se ha titulado en español, cuenta la historia de una adopción, la de una pareja que no puede concebir y decide viajar a Camboya a intentar hacer su sueño realidad. Pero sobre todo cuenta el infierno por el que tienen que transitar Pierre y Géraldine, que como ya explicó Dante, tiene varios niveles: la lluvia de la época de los monzones, la burocracia interminable, la superioridad burguesa de los franceses en el sur de Asia, las mafias que se aprovechan de las circunstancias, los ricos americanos y la desesperación, la impotencia.
Durante más de la mitad de la película, el director se dedica a desmenuzarnos las terribles condiciones de vida de los camboyanos y lo poco que pintan los franceses que viajan a ese país, tras haber completado una compleja maraña de papeleo ministerial europeo, en busca de un hijo que la naturaleza les escamotea. Como dice un indígena, la gente en Camboya sonríe por fuera pero lleva todo el dolor por dentro. No puede ser de otra manera cuando su vida es tan miserable como se muestra, circunstancia que se ve amplificada por el señoritismo de los franceses, en su hotel para extranjeros y su prepotencia, creyéndose merecedores de más atención que los demás pero quejándose de los americanos, que van en busca de los mismos niños, pero con mucho más dinero en el bolsillo.
Un país que tiene el corazón y el alma tan destrozados como sus piernas, consecuencia de los millones de minas anti-persona que todavía hay enterradas en los campos y que alargan la matanza, pero sobre todo la tristeza, que dejó entre los camboyanos el periodo de gobierno de los jemeres rojos. Hay un monólogo de un personaje, que sólo aparece para decirlo, en el que se retrata ese cruento episodio de la historia del país de una manera que provocará escalofríos incluso en las personas menos emotivas.
Deambular por Phnom-Penh, de oficina en oficina para que firmen papeles o te manden a otro lugar, permite que Tavernier nos enseñe las calles de una ciudad de casi dos millones de habitantes con calles sin asfaltar y con niños jugando al fútbol bajo la lluvia constante. Recorrer sus mercados y hablar con sus gentes, hurgar en todos los orfelinatos en busca de un recién nacido sin colocar, viajar al más profundo sur del país ("mira, aquello de allí es Vietnam"), hace que la actitud de los protagonistas cambie y, con ello, se dé paso a una segunda parte en la que ya no se usan los caros taxis, se aprende el idioma, se asiste a las fiestas tradicionales; en fin, se pierde el orgullo y se intenta sobrevivir a la tragedia que supone no encontrar al hijo deseado.
Los sentimientos de Pierre y los de Géraldine quedan reflejados, de manera circunstancial, en una grabación en cinta que van haciendo alternativamente, dedicada a ese hijo que tal vez se lleven de vuelta a casa, frente a las montañas nevadas, donde la abuela lo tiene ya todo preparado. Sus dudas, sus miedos, las peleas entre ellos provocadas por la extenuación y la falta de respuestas...
Hasta que aparece, milagrosamente, Holy Lola. Una niña de nombre impronunciable y que, por tradición, recibe el del orfelinato en el que es recogida. Ya llevamos más de la mitad de la película y la luz, la alegría, la esperanza llega, al fin, a las vidas de la joven pareja. Tal vez demasiada, porque el proceso de adopción es una verdadera carrera de obstáculo administrativos que se consiguen sortear con paciencia, dinero, chantajes y, en ocasiones, suerte; cuando el billete de vuelta está cerrado y el tiempo se acaba.
Puesto que, en definitiva, La pequeña Lola es la historia de una adopción, la película debe girar en torno a la niña, como lo hacen los sentimientos de los futuros padres y cuya felicidad explota en las calles de tráfico infernal. Lo hace en su parte final, la niña es el centro de las miradas y la atención de los protagonistas.
Para acabar, ya en el aeropuerto (donde empezó más de dos horas antes el relato), una mirada fuera de campo, a ese país en el que han pasado unas semanas interminables y al que prometen volver en busca de los verdaderos padres de la pequeña Lola.
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