Estamos rodeados por el fuego. Una semana entera se han pasado ardiendo las dos islas Canarias más grandes, más de un mes están sufriendo en Grecia la voracidad de las llamas, y este fin de semana le ha tocado a una ciudad que es más que un montón de casas junto a la costa.
Ese paraíso que se llama Dubrovnik en la costa croata del Adriático, el sitio en el que decidí estar en lugar de trabajar en las pistas y estadios de las Olimpiadas de Barcelona, se ha quemado. Todo el bosque que la rodea, incluso algunas casas de la parte más alejada del stari grad, han ardido.
La transparencia de sus aguas estará ahora suca de ceniza. Los turistas estarán asfixiados, cansados del esfuerzo y la tensión no tanto de ver cómo sus vacaciones se iban al traste, sino del miedo a que una maravilla encerrada entre murallas centenarias sucumbiera al terror ardiente que procedía de las montañas cercanas, impulsado por vientos de más de 100 kilómetros por hora.
Parece que ha pasado lo peor, que la ciudad patrimonio de la Humanidad no está en peligro. Un alivio que por desgracia no es más que momentáneo, ya que estoy seguro que vamos a sobresaltarnos pronto con otra tragecia como la que ha estado a punto de ocurrir. Parece que le molestemos a nuestra querida Gaia, y que esté poniendo los medios para librarse de esta plaga que es el ser humano y que está destrozando un equilibrio natural que ha costado millones de años conseguir. ¿Quién ganará en esta guerra no declarada?
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