viernes, agosto 05, 2005

Día 1. Y llegamos a los EEUU

No vamos a hablar de la noche madrileña, por muy buenos que estuvieran los mojitos.

En este lugar contamos un viaje al otro lado del mundo, muy bien acompañados y excepcionalmente bien recibidos, así que relataremos el trayecto y la primera jornada.

Hacer escala en Amsterdam no era la mejor opción, sin lugar a dudas, pero era la más barata. Asi que allí nos plantamos, en la capital de la cerveza (holandesa). Y, como la pregunta es imprescindible -¿qué bebisteis en el aeroupuerto?- pues la respuesta es obvia: una Heineken. Pero no es la que conoces y disfrutas, no; la botella es más grande, de medio litro, y el contenido estaba realmente delicioso. Más abajo podéis ver un ejemplo.

El viaje desde la escala europea ha sido el más largo que he hecho en mi vida en avión. Aunque no necesariamente el más pasado, he de decirlo. Los asientos no eran los más cómodos del mundo, cada uno estábamos en un asiento separado de la misma fila, aunque las buenas palabras consiguieron que la parejita estuviera cogida de la mano durante las más de seis horas de avión y no me tuvieran más lejos que un pasillo de clase turista, lo cual es realmente poco, la verdad.

Comimos y bebimos muchas veces, más de las que me podía suponer, y fuimos realmente afortunados con el azafato que nos tocó, ya que era un chico realmente amable y hacía ímprobos esfuerzos por hacerse entender, aunque no tuviera ni papa de castellano. Efectivamente, como todos se pueden imaginar, comencé mi labor de traductor nada más llegar al aeropuerto holandés, una tarea que me gusta y que seguiré realizando durante las dos próximas semanas.

El sol de las 7 de la tarde nos estuvo acompañando durante más de cuatro horas. Parecía que no pasaba el tiempo, rediez, el brillo era constante. Me acompaña Pórtico, una novela de ciencia ficción de la que he leído cosas muy buenas, y merece la pena; ya lo puedo decir porque, claro, llevo más de la mitad. Como no dormí…

Llegamos un poquito más tarde de lo previsto, unos veinte minutos, un retraso normal según dijo el piloto. Estábamos un poco ansiosos, la verdad, porque sabíamos que Enrique ya nos estaba esperando en el hall del John Fitzgerald Kennedy.

Nunca imaginé que sucedería lo que pasó en el control de inmigración.

Si no habéis viajado a los EEUU, no habéis disfrutado de la extraordinaria redacción de la tarjeta de inmigración.
  • ¿Lleva usted componentes químicos peligrosos?
  • ¿Ha pertenecido o pertenece a un grupo terrorista?
  • ¿Lleva tierra de su país / soil ?
Las carcajadas cuando estuve rellenando el formulario fueron estentóreas.

Pero, nada más poner un pie fuera de la cabina del 747 de KLM, comencé a comprender que la sensación de paranoia que tenemos allende el Atlántico no va nada, pero nada, desencaminada.

Tres policías. Tres. Firmes. A un metro de la puerta. Con un pistolón que no veas. Mirando de arriba abajo a todo quisque.

“Está estrictamente prohibido hacer fotos”, sonaba de manera machacona por la megafonía.
Llegando a la zona de visado, más policía armada.

Y una cola… ¡TERRIBILE!

Una hora y cuarto para pasar la aduana.

Y no es que hubiera un solo puesto. No, había 36.

Pero los policías se lo tomaban con verdadera calma.

Te miraban. Te preguntaban. Primero el índice de la mano izquierda. Luego, el de la derecha. Ahora, quítate las gafas que te hago una foto… “¡Bellísima!”, le dicen a Carol, lo cual es cierto, pero la pobre está agotada.

El último, servidora. Fuera sombrero, fuera gafas, ese de la foto no soy yo. Pero si lo quieren así…

Antes de salir al hall, otro control. Otro policía uniformado te vuelve a mirar de pies a cabeza, te repasa el pasaporte, te retira la otra tarjeta de inmigración y, al final, ¡YA ESTAMOS EN ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA!

Nuestro anfitrión ha estado esperándonos dos horas en el aeropuerto. Se muestra muy paciente y, cuando llegamos a su 4x4, la primera sorpresa: un precioso ramo de rosas amarillas para nuestra mujercita.

De todos los aeropuertos que hay en la ciudad, nos toca el más alejado de la casa de Enrique y Mariana. Eso nos permite hacer un recorrido desde el norte de Queens hasta Pomona, donde nos alojamos.

¡Qué grande es la ciudad, Dios!

Pasan de las once de la noche, es miércoles, pero hay un tráfico de la hostia. El horario laboral, nos dice Enrique, es infernal. Más de diez horas al día, sin regresar a casa. Y, cuando lo haces, atascos y atascos y atascos.

Eso es lo que nos tocó.

Pero bueno, tuvo varias ventajas.

Hablamos con Enrique durante más de una hora, nos explicó cosas de los puentes por los que cruzamos (cuatro), vimos el skyline de New York por la noche, y, al final, llegamos a esa maravillosa casa que comparte con su mujer, Mariana, su niño Alessandro, y la chica que lo cuida, Susana.

¡¡¡Y menuda casa!!!


Dejo una imagen del exterior, que se merece un post aparte.

Pasaba bastante rato de la medianoche, pero aún así nos sentamos los cinco a tomar una ensalada. La anfitriona no comió, pero no acompañó a la mesa igualmente. Bebimos vino, español por supuesto, y cuando casi eran las dos de la mañana, decidimos irnos a dormir, ya que el señor de la casa tenía una reunión en su trabajo a las 8 de la mañana.

Así que buenas noches, amiguitos.

Luego, tal vez, más.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Aqui nos tienes entrando en el blog cada 10 minutos y siempre lo mismo!!!!

Mañana me voy a Budapest-Viena.....
de todas formas vuelvo el domingo así que seguire el blog....

America es diferente a lo que puedas haber imaginado.....

pasalo bien y hasta pronto!!!!!

Jose Maria