domingo, agosto 07, 2005

Día 2. Un día en la gran ciudad

Resulta casi imposible planificar un día en NYC sin haber estado allí antes. No te puedes hacer una idea de lo grande que es todo, de lo lejos que está todo, de la cantidad de cosas que hay que mirar, que hacer, los edificios ante los que hay que pararse… y siempre con la presión de no perder el último autobús que te lleve a casa.

Lo primero que hay que hacer es madrugar. Estamos a una distancia considerable del centro de la ciudad, y levantarse pronto es casi una obligación. Aquí el personal madruga mucho, mucho, mucho para ir a trabajar, razón por la cual las líneas tienen una frecuencia muy grande entre las 6 y las 8 de la mañana; podemos emular su ritmo de vida, poner el despertador a las 6 de la mañana para estar en la parada del bus una hora después (hay que mover a tres personas y soy muy remolón) y llegar a la estación de Port Authority casi 100 minutos después de salir de la parada. Pero no, al fin y al cabo, estamos de vacaciones, así que esfuerzos, los justos. Por lo que decidimos salir de la casa (ESE PEDAZO DE CASA) a las 8 de la mañana, y llegamos a la gran ciudad cuando casi son las diez de la mañana.

¡Qué calor!

¡Cuánta humedad!

¡Qué grande es todo! (creo que me estoy repitiendo…)

Tres pisos de estación de autobuses y, antes de salir, comprobar los horarios y el andén desde el que partiremos de vuelta.

Ya estamos preparados para enfrentar el vértigo de las calles numeradas y las avenidas paralelas.

Salimos directamente a la calle 42. ¡La calle 42! Cuántas referencias. Sí, estamos en el medio de Broadway, con sus teatros y sus carteles de 6 pisos de altura, a dos manzanas escasas de Times Square.
Nuestro primer destino es el cielo. El techo de la ciudad, ahora que no están las Torres Gemelas. Nuestra primera imagen (bueno, la segunda en realidad) de la ciudad será desde arriba. Para ello, nos dirigimos al cruce de la 5ª con la 32 y compramos el CityPass para subir al Empire State Building.

Sólo hacemos una hora de cola, tenemos muuuuucha suerte. El ascensor parece una bala, la verdad, no te enteras que has llegado al piso 80 más que cuando miras el número rojo que lo indica. Si es que el de mi casa tarda más, y vivo en un noveno. Por supuesto, coges los auriculares para que te cuenten qué estás viendo (qué pesado el que lo escribió, la verdad; alguna información interesante pero un rollo que no veas).

Y alucinas con las vistas.


Una hora para darle la vuelta a la finca, comenzando desde el sur, mirando hacia el Down Town, la punta de Manhattan, donde está el distrito financiero y se ve, entre los grandes rascacielos, el lugar donde aún el 10 de septiembre había una pareja de imponentes rascacielos, cuya ausencia iremos a lamentar otro día.

Siguiendo las agujas del reloj, la estatua de la Libertad, Ellis Island, New Jersey, Central Park, Queens y Brooklyn. Y en medio, tantos lugares que, al nombrarlos la narradora del audífono, traen a la memoria todas las referencias culturales de mi vida: Wall Street, Hells’s Kitchen, Tribeca, Little Italy, el Soho, el West Side, la catedral de San Patricio, Central Station, el puente de Brooklyn…

Y eso que el día es muy brumoso y apenas se distingue más allá de los límites de la isla.

Carol y Emi compran postales y les regalan el imprescindible imán de la nevera. No, yo no compro nada; sólo alucino. Estoy en una nube.

Pero hay que bajar.

Regresamos a la calle, y nos dirigimos al MOMA. Sï, el Museo de Arte Moderno.

Elegimos la 6ª avenida para subir, pero el ambiente, las tiendas, la calle, no son del gusto de la concurrencia, así que regresamos a la quinta, donde parece que se pasea mejor. Otra nota para la memoria: cada calle es un mundo.

El estómago de El Presi (Emi) no está todavía del todo bien, la comida del avión le ha sentado fatal y hoy lleva toda la jornada a base de manzanilla, Gatorade y verdura. Así que paramos a comer en algún sitio en el que haya de todo, para que su flora intestinal se vaya recuperando poco a poco. Un local regentado por una familia de chinos que sólo hablan chino y un poquito de inglés, con lo que nos entendemos estupendamente con ellos. Y que venden la comida a peso: coges un recipiente y lo rellenas con lo que te venga en gana de entre las más de 70 cosas que tienen en un buffet de autoservicio, a 6’99 la libra, bebida aparte.

Tras el llantar, el andar.

Parada obligada en el Rockefeller Center. Fotos, vídeos, ¡¡¡FRAPUCCINO!!! He encontrado un Starbucks y ya soy un poco más feliz.

Y llegamos al museo.

Hay poco más de una hora para ver lo que queramos, ya que es nuestra intención regresar pronto a Pomona. Así que hay que elegir.

Y, claro, subo directamente a la cuarta planta a ver las pinturas y algunas esculturas.

Inenarrable.

Algo que no sólo no me gusta, sino que incluso llega a resultar desagradable. La gente va chillando por las salas; parece un supermercado; están ante algunas de las obras más importantes del siglo veinte y están pegando gritos; algunos, muy snobs, hacen comentarios cultos sobre lo que hay en las paredes en un discreto susurros, pero la mayoría del personal es más escandaloso que discreto.

Donde paso más rato es en la sala de la que cuelgan los Pollocks. Seis, creo recordar.

Es hora de salir. Paso por la tienda y compro un recuerdo; lo verás colgado de la pared del salón de mi casa este otoño.

Y es hora de marchar.

En la estación, en el autobús, de vuelta a Mount Ivy.



3 comentarios:

Anónimo dijo...

Hello!!

Solo decirte que en estos momento OS ENVIDIO UN MONTÓN!!! (xo es envidia sana,eh!!)
Estoy siguiendo vuestro viaje y espero que disfruteís muchichisisisisimo!!! Desde aquí, mientras curro, leeré vuestras aventurillas...

Besets..., amparo

Anónimo dijo...

Qué guay!! Ya que nosotros no podemos por la peke, de momento me conformo con disfrutar de vuestro viaje.. Sigue escribiendo!! Muchos besos y pasatelo pipa

Anónimo dijo...

Ah!! Dice Richard que aproveches para documentarte para tu libro... ja, ja, ja!! Muchos besos, Rocio, Richard y Lola